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A mi olla, ollero

“A mi olla ollero”
Tenía 32 años y desde niño había trabajado como alfarero como lo hizo su padre y su abuelo. Un día pensó que no quería seguir dándole al torno con el pie y con las manos siempre manchadas de barro, y que iba a intentar poner otra clase de negocio.
Cerró el taller y uno tras uno todos los negocios que fue emprendiendo, todos fueron fracasando. Su esposa, una mujer frívola y coqueta, que solamente pensaba en ella, al ver que se había quedado en la ruina porque incluso los ahorros que tenía se les habían ido, le dijo: “Para vivir en la pobreza te vas a ir a vivir con tu madre, que conmigo no”.



Cogió sus dos hijos y se marchó. Pobre Rodolfo, se le vino el mundo encima, y ya no daba pie con bola. Un día lo llamó su madre y le dijo: “Mira hijo mío, tenía estos ahorros para cuando tu padre y yo fuéramos mayores, pero ahora es más necesario para ayudarte a ti. Coge este dinero y te vas a Portugal.”
“¿A Portugal, madre?, ¿qué voy a hacer yo en Portugal?” La madre que tenía un genio bastante fuerte le dijo “¡Cállate! Déjame hablar, y cuando termine después me preguntas. Me he enterado de que hay allí en Portugal un niño que hace milagros. Quiero que vayas y le expongas tu caso y a ver si te aconseja qué es lo que tienes que hacer, hijo mío. Porque eres muy joven y no puedes tirar la toalla. No te puedes rendir, hay que luchar.”
Y obligado por su madre, emprendió Rodolfo el viaje. Al llegar a Lisboa no le fue muy difícil encontrar el huerto del padre del niño que según su madre hacía milagros, porque allí todos lo conocían. Al llegar al huerto estaba el padre sentado a la entrada en un banco, haciendo un descanso de las labores que ejercía en su huerto. Le dijo “Señor, quiero hablar con su hijo.”
Y él le dijo “Allí lo tiene. ¡Antoñito! Ven que este señor quiere hablar contigo.” El niño no se movió, pero él fue hacia él.
Empezó a explicarle todos sus problemas, lo que le venía pasando, y el niño parecía como que no le prestaba atención. Estaba jugando con su trompo, lo liaba, lo tiraba, y cada vez que lo lanzaba a bailar al suelo le decía “¡A mi olla, ollero!”
 El otro seguía insistiendo y le decía “Antoñito hombre escúchame, que he venido desde muy lejos, para que tú me aconsejes que es lo que puedo hacer para salir del hoyo en que he caído”
Como el niño al parecer no le prestaba la más mínima atención, se enfadó un poco y le dijo: “Vaya Antoñito, parece mentira que no me quieras escuchar” Y el niño, con la voz u poco más fuerte dijo “¡A mi olla, ollero!”
Fue entonces cuando se le encendió la lucecita, se dio una palmada en la frente y se dijo: “Pero seré necio, como no me he dado cuenta desde el principio que me está diciendo lo que es que tengo que hacer.”
Quiso agradecérselo al niño pero éste salió corriendo y desapareció por entre las plantas y los árboles del huerto. Pensó hacerle un obsequio a su padre, y también había desaparecido. Cogió todo el dinero que le quedaba y se lo dejó en el banco, y se marchó.
Iba tan ensimismado en sus pensamientos porque decía “cómo voy a poder volver a España si no tengo ni un céntimo. Tendré que buscarme un trabajo de lo que sea. Iré al puerto a ver si me contratan aunque sea para acarrear barcos o algo así.” Y no se dio cuenta de que había en mitad del camino una bolsa hasta que con ella tropezó. Se agachó y la cogió y miro por todos los alrededores para ver si a alguien se le había caído y dársela, pero e camino estaba totalmente solo, por allí no había nadie. Entonces abrió la bolsa y vio que dentro había una cartera llena de billetes, todos de mil pesetas. No sabía qué hacer, pero pensó que como no había ninguna documentación in ninguna dirección, pues si iba a entregarlo podría haber un avispado que dijera que era suyo sin serlo, y a él le hacía más falta que a nadie. Así que se la quedó.


Volvió a España, y le contó a su madre todo lo que le había sucedido, y la madre dijo “has hecho bien hijo mío, en traerte la cartera, porque esa cartera estaba puesta allí para ti. Estoy muy segura de ello. Ahora tienes que ponerte a trabajar inmediatamente. Y yo me encargaré de venderte todas las ollas y demás cacharros que hagas.”
 Así fue, empezó a trabajar con mucho coraje, y la madre casa por casa iba vendiendo todo lo que él hacía. No quedó en Lisboa ni una casa donde no se comprara una olla o una cazuela o algún otro producto de los que allí se fabricaban. Siempre con el sello, de un niño jugando con el trompo, y el en letrero “A tu olla, ollero”
Tanto auge tomó el negocio, que tuvo que meter dos empleados, porque ya no daba abasto. Fue subiendo y subiendo hasta el punto de que empezó a recibir muchos pedidos de distintos sitios de España e incluso del extranjero.


 La esposa quiso volver con él, pero él la despidió diciéndole “En mi casa no vivirá nunca una adúltera”. Pero si fue ante el juez, y pidió la guardia y custodia de sus hijos, que inmediatamente se la dieron. Y ella marchó para vivir, como la falsa moneda, que de mano en mano va, y ninguno se la queda.
Mientras él trabajaba en la dirección de su fábrica, que ya tenía más de una, y viajaba para dirigir su negocio por todas partes, su madre se encargó de educar a sus hijos cristianamente. El hizo una hermosa casa para que viviera allí su madre hasta su ancianidad amparada por ellos, que no la iba a abandonar. Tenía empleadas de hogar, jardinero, chófer… y vivió la anciana  muy feliz, hasta que murió ya muy mayor.


En esta casa, se veneraba la imagen de San Antonio de Padua, hasta el punto de que un día el hijo, cuando ya se iba haciendo mayor le dijo “Papá, quiero ser fraile. Quiero ser franciscano como lo es Antonio de Padua”.
Y el padre le dijo “Lo será con mi bendición, hijo mío. La hija en cambio dijo “Papá, yo nunca te dejaré, estaré siempre a tu lado, aunque a mí también me gustaría irme de franciscana”. 

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