A Gregoria no le importaba tener abandonadas todas sus obligaciones como esposa y madre con tal de estar a todas las horas en la iglesia. Cuando el sacristán iba por las mañanas a abrir la puerta ya estaba allí Gregoria esperando para entrar y siempre se postraba ante el altar de San Antonio diciendo todos los días lo mismo:
“San Antonio bendito, llévame al cielo contigo, llévame al cielo contigo, que yo ya no quiero estar más en la tierra”.
El sacristán estaba de Gregoria harto ya y no sabía cómo quitársela de encima. Un día pensó hacer algo verdaderamente cruel: compró un canario, lo preparó con una soga y una carrucha en lo alto del campanario, y cuando vino Gregoria le dijo con una voz de ultratumba:
“Gregoria, súbete en el canasto que te voy a llevar de boda a la gloria”
“Ay San Antonio bendito, permíteme unos minutos para ir a mi casa, a ponerme mis mejores galas y mis joyas” Así lo hizo, y volvió la señora toda acicalada. Se metió en el canasto y le dijo “San Antonio bendito, ya estoy dispuesta, cuando quieras puedes subirme al cielo”
El sacristán la empezó a subir despacio, despacio y cuando llegó arriba del todo, soltó del todo la cuerda, y vaya “gregoriazo” que dio la pobre señora. Se rompió las piernas, los brazos, las costillas, una herida en la cabeza… y cuando iba en la ambulancia camino del hospital, decía llorando:
“Ay San Antonio bendito, si de esta salgo y no muero, yo ya no voy a más bodicas al cielo”.
Tardó mucho en curarse de todas las heridas, pero al fin pudo moverse con muletas y acompañada por una amiga comenzó otra vez la vida que siempre había llevado antes: esperando al sacristán para que abriera la iglesia y a la hora de cerrar también tenía éste que esperar para que Gregoria saliera. Un día era la Novena del Santo Patrón y estaba la Iglesia llena de mujeres. Allí estaba también, como es lógico, Gregoria y su amiga. Dos señoras que habían estado en el mercadillo se habían comprado cada una un pajarito, y los llevaban en sus respectivas jaulas. Cuando encendieron las luces y el sacerdote empezó la homilía los pajaritos empezaron a piar y a cantar y las señoras, todas mirándose unas a otras, se partían de la risa. Entonces el sacerdote muy enfadado dijo “El que tenga pájaro que se salga”
Todas las mujeres se pusieron entonces de pie y una tras otra fueron saliendo de la iglesia. Bueno, todas no, allí quedaron Gregoria y su amiga. El sacristán que todo el tiempo había estado frotándose las manos pensando que se iba a ir a su casa a ver el partido que jugaba el Barça aquel día, cuando vio que Gregoria y su amiga no se iban, muy enfadado fue y les dijo: “¿Vosotras no habéis ido lo que ha dicho el sacerdote?”
Y entonces Gregoria contestó:
“Sí, hijo sí, claro que lo hemos oído, pero los nuestros es que hace mucho tiempo que no pían”
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