Doña Angélica, castellana vieja, pertenecía a una familia noble que había brillado siempre mucho en la corte del monarca Alfonso XII. Ella se enamoró de un joven Oficial, escolta de Su Majestad; era andaluz, guapo, rubio, alto, como no había otro igual. Finalmente se casaron, y los padrinos de boda fueron Sus Majestades.
Poco a poco el Oficial fue ascendiendo, hasta que un día lo destinaron a África. Él dijo que no quería llevar allí a su esposa y a sus dos hijas, pero ella dijo que iría con él hasta el fin del mundo si fuese preciso. Eran muy felices, se amaban con locura, y sus dos hijas eran preciosas; la mayor igual que la madre y la menor igual que el padre. Sólo llevaban un año de estar allí cuando en aquellas emboscadas que los moros preparaban al ejército español lo asesinaron, pero ella, mujer de mucho coraje, no se vino abajo. Su familia, por razones que no vienen al caso, había quedado totalmente arruinada. Decidió irse a Andalucía, donde tenían algunas fincas, y pensó que administrándolas bien, junto con la pequeña pensión que tenía, podría vivir dignamente y criar a sus hijas. Cayetana, la mayor llevaba el sello de la nobleza de la familia de su madre; era alta, morena, guapísima, muy sería, bailaba ballet, tocaba el piano… en fin, una verdadera señorita de aquella época. La pequeña, Angustias, era igual que su padre, era también muy alta y guapa, pero una belleza distinta: los ojos azules, rubia, nariz respingona… Aunque aprendió a tocar el piano obligada por su madre, a ella lo que le gustaba tocar era la guitarra, y los cantos y bailes andaluces, sobre todo le gustaba bailar como las gitanas del Sacromonte, se quitaba los zapatos y las imitaba de maravilla. La madre no se enfadaba, porque decía que le recordaba muchísimo a su padre.
Don Alejandro, un señor amigo de la madre, era el más rico del pueblo. Tenía once hijos, y siempre dijo que quería juntar doce hijos a su mesa, pero tuvo un desliz con una chiquita de quince años, y nunca pudo sentar a sus doce hijos en la misma mesa. Tenía varias hijas casaderas, y entonces invitó a un ganadero amigo suyo, multimillonario, para ver si se enamoraba de alguna de sus hijas. Eran las ferias del pueblo, y había allí dos casetas, a una la decían “la de los ricos” y a otra “la de los pobres”. Por la noche fue don Alejandro con toda su familia y su amigo a la caseta. Nada más entrar allí estaba Angustias bailando aquellos bailes que tanto le gustaban; el ganadero, nada más verla, pensó “tiene que ser para mí”, se quitó la corbata, la chaqueta, y fue a bailar con ella.
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Gitana de Sacromonte |
Después don Alejandro los presentó, y entonces el ganadero dijo “inviten a todos los que hay en la caseta a lo que quieran tomar”. Esa misma noche le dijo que quería casarse con ella, a lo que le contestó riendo “ah sí, ¿cuándo?” y él le dijo “si por mí fuera, mañana mismo”. Sólo habían pasado seis meses cuando una preciosa mañana de mayo Angustias salió de su casa con aquel precioso vestido bordado de perlas y piedras preciosas, aquella mantilla que la reina había regalado a su madre y aquella tiara que su novio le comprara, digna de una reina. Era la única joya que llevaba, pues su novio dijo que una belleza como la suya no necesitaba ponerle adorno alguno. Iba preciosa, estaba todo el pueblo allí, fueron a aplaudirla y a mirarla, y a él le decían: “Ten cuidado cómo te portas con ella, si no lo haces bien todo el pueblo irá a por ti”. Pusieron una alfombra blanca desde su casa a la iglesia y cuando entró en la misma, al verla el ganadero, un hombre fuerte como él, no pudo remediarlo y se echó a llorar.
A la salida de la iglesia, convertidos ya en marido y mujer, había un coche con seis caballos blancos esperándola. Ella le dijo:
- “Quiero pedirte algo”
- “Es la primera cosa que me pides después de ser mi esposa”
- “Quiero pasear por todo el pueblo, porque todo el pueblo me ama y yo también lo quiero mucho”
Así lo hicieron, pasearon por todo el pueblo. Creo que no quedaron ni geranios ni ninguna otra maceta en el pueblo, porque todas se las echaron al pasar. La boda se celebró en los jardines de La Alhambra, pero al mismo tiempo se celebró en el pueblo, para que todos disfrutaran de aquella boda que fue como en los cuentos de hadas.
A los nueve meses justos nacieron dos gemelas idénticas a su madre; el padre quiso que se llamaran María del Amor Hermoso y María de las Angustias. Al año siguiente nacieron trillizos y estos se llamaron como los tres arcángeles: Miguel, Gabriel y Rafael, como el padre. El río Darro y el Genil fueron testigos de la gran felicidad de esta pareja; cabalgaban por sus orillas y se bañaban en sus aguas, cada vez más enamorados. Ellos sí que juntaron doce hijos a la mesa y cuando ya eran muy viejecitos y no podían montar a caballo, él mandaba preparar un coche, siempre con los caballos blancos para pasear con su esposa por los valles y prados, y desde muy lejos se oía aquella voz que seguía conservando fuerte cantando a su amada esposa: “Te he de querer mientras vivas, compañera, mientras vivas y hasta después que me muera”.
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