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Mami


Hacía sólo un mes que había dado sepultura a mi madre; me ahogaba en la casa, no podía vivir sin ella. Yo, que ni siquiera me había casado porque quería estar cuidando de ella hasta el final de sus días, ¿cómo podía estar en la casa sin su presencia? Cogí un libro y me fui al parque, a sentarme a leer. Como buen policía, miré a mis alrededores y descubrí que enfrente había una anciana señora recostada sobre un banco. Me extrañó… Era tan temprano, sólo las ocho de la mañana… Tenía los ojos cerrados, pero de ellos salían abundantes lágrimas, así que cerré el libro, y fui y me senté a su lado.
      - ¿Qué te pasa, bonita, por qué lloras? ¿Me lo vas a contar? - vi que abrió los ojos y me miró con desconfianza – No temas – le enseñé la placa y le dije que era policía.
Le di mi pañuelo para que se secara las lágrimas, y ella muy agradecida me miró con aquellos ojos grandes, preciosos… Tenía que haber sido muy guapa cuando joven, porque todavía conservaba una gran belleza. Se veía que era mayor, pero no tenía arrugas, tenía una piel tersa y bonita. Le cogí la mano y se la besé; este gesto parece que hizo que confiara en mí, y comenzó a hablar:
- Siempre amé mucho a Andalucía y a los andaluces, pero qué mal me pagaron. Mi marido era Guardia Civil y los bandoleros de la sierra de Ronda, un día que salió de servicio, me lo asesinaron. Me quedé con cuatro hijos, el mayor con doce años. Su padre soñaba siempre con que su hijo fuera oficial de la Guardia Civil, como el no pudo llegar a ser. Entonces yo pensé que tenía que luchar como fuera para que mis hijos tuvieran todos estudios. Yo no tenía una gran cultura, y me agarré a lo único que tenía: cosía, lavaba, planchaba la ropa de las señoras del pueblo y al mismo tiempo cuidaba de mis hijos. Cosía y planchaba hasta altas horas de la madrugada, y a las 6,30 ya estaba en la cocina preparando el desayuno para llevar a mis hijos al colegio en un viejo coche que había heredado de mi suegro. Mi hijo mayor no quiso ser Guardia Civil, decía que a él no lo iban a matar como a su padre, así que hizo la carrera de Medicina. El segundo me dijo un día “Mamá, yo quiero ser ingeniero, ingeniero naval”. También le costeé la carrera y fue ingeniero naval. La tercera niña quiso ser azafata, y azafata fue. El pequeño me dijo que quería hacer Ciencias Exactas; pensé que los mayores me ayudarían a costearle la carrera, pero no fue así. Uno a uno se fueron desentendiendo de mí, y lo mismo hizo el pequeño cuando terminó. Ayer cumplí ochenta años, no recibí ni siquiera una llamada de mis hijos, pero saqué ese coraje que siempre tuve y dije “no me voy a hundir”, así que fui y me compré una tarta con su vela y una botellita de champán, pero allí se quedó la vela sin encender y la botella sin abrir. Esta mañana no podía estar en la casa, llevaba toda la noche llorando, y por eso cuando empezó a amanecer me vine aquí al parque para que, al menos con este fresco y oyendo el murmullo de los árboles y el cantar de los pájaros, cambiase mi estado de ánimo, pero no fue así y ya has visto, hijo mío, aquí he seguido llorando. ¡Es tan triste verse tan sola después de haber luchado tanto! Ahora ellos me dicen que tienen que vivir su vida, que tienen muchos compromisos y mucho trabajo, viajan mucho… Tampoco puedo ir a verlos porque tienen sus pisos ocupados, no hay sitio para poner un dormitorio para su madre… ¿Qué te parece el palo que mis hijos me han dado?- No te preocupes, que esto se ha terminado. Tú vas a venir a vivir conmigo, ocuparás la habitación de mi madre y me harás compañía para que yo no esté tan solo.
Y así fue, me la llevé a casa y la instalé en el dormitorio de mi madre. Tres compañeros míos, solteros como yo, vinieron en seguida a verla y la acogieron con el mismo cariño con el que trataban a mi madre. Aunque con unas horas de retraso, celebramos su cumpleaños. Le dije que se pusiera uno de los vestidos más bonitos que hubiera en el armario de mi madre, y también le abrí el cofre de sus joyas para que se pusiera las que quisiera. Le preparamos entre los cuatro la cena, comimos tarta, le cantamos el “Cumpleaños Feliz” y nos la llevamos al teatro, y así lo hacíamos ya todos los años. Ella se encargaba de la dirección de las dos casas, aunque cada día comíamos los cuatro con ella.
Un día me levanté y me estaba aseando para irme al trabajo cuando recibí una desagradable sorpresa; eran dos de sus hijos, que me vinieron a decir que no creyese que me iba a quedar con la herencia de su padre. La pobre, al verlos, les dijo:
- ¿Qué herencia? Si hasta después de terminar vuestras carreras y casaros tuve que estar pagando las deudas que asumí para poder sacaros adelante…
Debo reconocer que ese día me porté como un mal policía, porque cogí la porra y empecé a pegarles, y si no llega a ser porque entró uno de mis compañeros, creo que los mato. Me denunciaron y me llamó el Juez, pero los que acabaron en la cárcel fueron ellos, parece que hacía tiempo que se habían desviado del camino recto.
Los cuatro la llamábamos “mami”; uno de mis compañeros era más golfillo que los demás,  y a veces llegaba con unas copas de más y ella le regañaba como si de verdad fuera su madre, y él la abrazaba y le decía:
<!   - No me regañes, mami, no me regañes…
<!   - ¿Qué no te regañe? Un día de estos voy a tener que darte un par de bofetadas…
<!   - ¿Y serás capaz de pegarle a un policía? – le decía entre risas.
Era la mujer más feliz del mundo y siempre nos decía que sus hijos la habían abandonado, pero que Dios le había dado otros cuatro hijos que eran mucho mejores.
Llegó a vivir cien años, y los celebramos con ella. Estaba guapísima, seguía teniendo una piel bonita y tersa y unos ojos bellos. También salimos a cenar fuera con ella, le cantamos y la  llevamos al teatro. La veíamos feliz y contenta, pero de madrugada me alarmé porque le oí que me llamaba. Me levanté corriendo y me dijo:
- Hijo, esto se ha terminado…
- No, mami, por favor no, no me digas que de nuevo voy a enterrar a mi madre
Se aflojaron sus brazos y se le cerraron los ojos. Me quedé otra vez solo. Mis compañeros y yo la llevamos a hombros, y le gente al pasar decía que cómo impresionaba ver a unos hombres tan grandes llorar con tanta pena. Al día siguiente del entierro, a las 8 de la mañana, cogí un libro y me fui al parque.  Al salir de casa uno de mis compañeros me dijo:
- Vamos, te acompaño… A ver si encontramos otra mami. 

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