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Mis Periquitos




Daba pena ver a Cipri; alas caídas, pico entreabierto, respiración agitada, los ojos llenos de lágrimas. Cuando Lupita, una periquita joven, muy bonita y coqueta entró en la jaula, le hizo toda clase de florituras para que se fijase en ella, pero él ni se daba cuenta. Muy dolida entonces le dijo “pero vamos a ver, ¿qué es lo que te pasa?” Entonces él con voz muy triste le contestó: “Yo la maté, era la periquita más linda de toda nuestra especie y yo la maté. La quería tanto… pero era mala, yo no podía comer ni beber más que cuando ella me dejaba, me picaba, me insultaba. Como la quería tanto todo se lo perdonaba, pero me llegó el celo. Entonces ella coqueteaba conmigo y cuando yo intentaba aparearme me picaba, me arañaba... Un día no pude más e iniciamos una pelea, parecía que se había vuelto loca, me hizo muchas heridas, pero de momento cayó al fondo de la jaula, y al ver que no se movía bajé a auxiliarla. Lo que vi me causó horror: de su bella cabecita salía un hilo de sangre y por mucho que intenté moverla ya no lo conseguí. Yo quisiera morirme para estar con ella”. Entonces Lupita muy enfadada dijo: “De eso ni hablar, yo he entrado en esta jaula para animarte y hacer que te olvides de ella. Fíjate en mí, ¿no ves que soy mucho más joven y más bonita? Cipri la miró y pensó: “Más joven sí, pero no más bonita”. A pesar de su juventud, como era tan lista, Lupita lo trató con tanto cariño y tanto amor que en muy pocos días pareció que Cipri se olvidó de su amada y fueron muy felices.






El hada madrina de los pájaros colocó un nido en su jaula, lugar en el que Lupita puso sus huevecitos, de los que nacieron unos periquitos muy pequeños y feos, como nacen todos los pájaros, pero los cuidaron tan bien y les prestaron tantas atenciones que en seguida empezaron a cubrirse sus cuerpecillos con un precioso plumaje y crecieron hasta llegar al tamaño casi de sus padres. Aunque la jaula era grande, su dueña pensó que eran demasiados inquilinos y un día les abrió la puerta, dejándolos en libertad y no miró atrás, porque le daba pena dejarlos marchar. Estaba anocheciendo cuando su hijo entró en la terraza y le dijo: “¡Mamá, no te has quedado sin los pájaros de milagro, te has dejado la puerta de la jaula abierta!” La señora fue todo lo deprisa que sus cansadas piernas se lo permitieron porque no podía creer que los pájaros estuvieran aún dentro de la jaula, y cuando los vio no dijo nada, quiso que fuera un secreto entre ella y sus pajaritos. Al día siguiente volvió a abrir la puerta de la jaula, y los vio jugar y revolotear entre las plantas, entrando en la jaula cuando les daba hambre. Al atardecer volvían a ella, para dormir todos acurrucados, hasta que un día los más jóvenes levantaron vuelo para no regresar ya más. La anciana señora se quedó dormida en su butaca, tras verlos partir, tarareando aquella canción que dice “apenas saber volar el hijo de la paloma, abandona el palomar”.

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