Sola era una perrita preciosa, creo recordar que era de raza podenca. Sus dueños eran familia numerosa, siete hijos y el matrimonio, En los tiempos de la posguerra, donde carecían de todo, la señora muchas veces sufría de ver que no tenía qué poner en la mesa. Compraba el pan a unas aldeanas que lo traían de estraperlo, pero muchos días la Guardia Civil o la Policía cogía y se lo requisaba. Entonces la señora decía a sus hijos “no me pidáis pan, que sufro cuando me lo pedís y no tengo para dároslo” La más pequeña de las niñas, muy graciosa, decía “Mamá, tú no sufras, que si no hay pan a nosotros también nos gustan los picatostes”
La perrita parecía como que se daba cuenta de la situación por la que estaba pasando su familia. Se iba sola, como su nombre indica, al campo a cazar, y siempre volvía con un conejo, con una perdiz o con una liebre. Alguna veces, más grande que ella. Como había tanta hambre en el pueblo, intentaban quitárselo, pero aquella perrita, que era tan buena, se volvía una fiera para proteger lo que había cazado. Llegaba a la puerta, porraceaba con sus patitas y arañaba para que le abrieran y al que le abría le soltaba su trofeo en los pies, empezaba a labrar y a dar saltos de alegría. Entonces le decían “Bendita seas, Sola, porque hoy ya tenemos algo que comer”. Un día llegó con una liebre grandísima, mucho más grande que ella, llegó muy cansada. No quiso comer, solamente bebió mucha agua, y de pronto la perra desapareció. La buscaron por los patios, debajo de la casa… “¿Dónde estará la perra, si la puerta está cerrada y no ha podido salir?” Subió la dueña a su dormitorio (esta señora era muy exigente para el orden y la limpieza y el orden de la casa, pero sobre todo para su dormitorio, que a pesar de tener siete hijos parecía siempre el dormitorio de una recién casada). Su cama, con sábanas blanca de hilo, con encajes de ganchillo que ella misma hacía, en verano también colcha de ganchillo que ella confeccionaba… Y al entrar, el grito que dio se oyó por toda la casa. Fueron todos corriendo a ver qué pasaba, y el espectáculo fue gracioso: la perra había abierto la cama, se había metido entre las sábanas y había colocado su cabeza sobre la almohada, como si de una persona se tratara. Al ver el marido a su esposa que estaba tan enfadada, le dijo “No sé por qué te enfadas, la perra lo que se merece es un premio, ¿tú has visto algún animal que sea capaz de meterse en la cama así como ella?” Los gritos de la señora no la despertaron, siguió durmiendo plácidamente, pero después de oir las risas y los comentarios de todos los demás abrió los ojos y los miraba como asustada. El dueño se acercó para cogerla y sacarla en brazos de la cama, pero ella creyendo que la iban a castigar salió corriendo y bajó a acostarse en su cama. Un señor de allí del pueblo, que tenía mucho dinero, estaba encaprichado con el animal, le decía, “pida por la perra” y el dueño siempre le contestaba “la perra no está en venta, por mucho dinero que tenga, no tiene para comprarla”. Pero un triste día la perra salió como de costumbre y ya no volvió. La buscaron por todas partes, por si acaso la había atropellado algún coche, pero nada, todo inútil, la perra no apareció. Había pasado seis meses, estaban una mañana desayunando cuando se miraron todos unos a otros porque creían unos a otros. La perra como siempre anteriormente dando golpes con sus patitas en la puerta y ladrando. Salieron a abrirle y allí estaba Sola, con una hermosísima perdiz en la boca. Qué alegría para todos, entonces el dueño dijo “que no salga la perra sola para nada a la calle”. Así estuvo vigilada durante algunos meses, pero un día, al salir los niños al colegio, la perra se escapó y ya no volvió. Entonces sí que no volvieron a verla nunca jamás. Para todos fue un día de pena muy grande, pero no hubo más remedio que conformarse.
Pero llegó Trabilla, un perro labrador precioso, con unos ojos negros que brillaban como el azabache. Era un gran cazador, pero sólo si iba con su amo. Cuando los amigos le decían “préstame el perro” y les decía “ahí lo tenéis”, se le llevaban y por muy lejos que fueran en cuanto lo soltaban el perro se daba la vuelta y se volvía en busca de su amo. Eran cinco las niñas que este matrimonio tenía, muy piadosas ellas como su madre les había enseñado. Les gustaba mucho la iglesia, y el perro quería ir a todas partes con ellas. Cuando iban a la iglesia, le decían a su madre “Encierra el perro, mamá, que tú no sabes cómo don Antonio se enfada cuando ve el perro allí en la iglesia”. Pero el perro en cuanto podía escaparse ya sabía dónde tenía que ir a buscarlas. Cuando el cura lo veía, le decía al monaguillo “Echa a ese perro a la calle, que yo no sé a quién le gustará traer los perros a la Iglesia”. Nadie lo llevaba, el perro iba solo. El monaguillo cogía el apagavelas, salió corriendo pegándole al perro, chillando y gritando por toda la iglesia, y el espectáculo estaba servido. Entonces había costumbre de ir, cuando había un enfermo, a darle el Señor, tocando la campanilla y todo el que quería acompañando. Rafael iba seguido por su esposa y por sus niños a acompañar con toda la familia al Santísimo, incluido Trabilla. El niño pequeño, Pepito, lo quería al perro muchísimo y estaba siempre jugando con él. En vez de morderle el perro al niño era el niño el que mordía al perro en las orejas. El animal chillaba y chillaba, pero jamás se volvió a morderle o a hacerle daño. Otras veces lo cogía en lo alto de la escalera de las patas de atrás y decía “A volar, Trabilla”, y el pobre Trabilla salía rodando por la escalera. Había en frente de casa un bar, cuyo dueño era un poco retorcido, le tenía manía al perro porque un día entró con su dueño allí, y según dijo se comió alguna de las tapas que tenía preparadas para la clientela. Siempre que pasaba por la puerta, le decía “Te tengo sentenciado, te tengo sentenciado…” Y así fue. Un día, según unos chavales dijeron, lo llamó ofreciéndole algo de comida, entró el perro y lo envenenó. Enseguida llamaron al veterinario, y el dueño le decía “Cúreme el perro sin importarle el gasto que haya que hacer”
Le hicieron un lavado de estómago, le pusieron penicilina, pero no fue posible salvarlo. Y ya en su agonía, con aquellos ojos lindos que tenía y aquel gran amor que sentía por su amo se quedó mirándolo, y al ver que este estaba llorando, él también lloró.
Algún tiempo después, una de las hijas estaba trabajando en la ciudad y este mal hombre que cometió aquel crimen que el indefenso animal se presentó contándole que se había arruinado totalmente, que tenía un hijo enfermo y no tenía cómo costear su enfermedad. Venía a empeñar o vender joyas que eran herencia de su familia. Buscaba que ella le dijera dónde ir para que se las valoraran. Al principio, ella pensó mandarlo a paseo, recordando lo que había hecho, pero después pensó que Dios perdona a sus enemigos y él también lo perdonó. Lo mandó a unos señores conocidos suyos, y allí le valoraron las joyas y se las compraron. Así, se vio claramente el castigo que Dios le mandó por ser tan malvado.
Comentarios
Publicar un comentario